A los alumnos y alumnas de quienes tanto aprendí.
Federico Cuellar ingresó al comercial en el noventa y nueve. Por segunda vez hizo primero en otra escuela y había pasado a segundo llevándose apenas una sola materia, matemáticas, por supuesto, para rendir en diciembre si dios y los santos evangelios así lo permitían.
El primer día de clase y durante el recreo más largo, hizo una recorrida general tanteando la distribución de las aulas, el ancho del patio, la ubicación del kiosco y la preceptoría para terminar anclado en la biblioteca donde halló la sección deportiva del diario.
-¿Puedo? –me preguntó mientras estiraba el brazo sin esperar contestación.
Con una sonrisa le indiqué que lo tomara, lo hojeó rápidamente, como quien mira sin ver y lo dejó sobre el escritorio que empezaba a llenarse de libros viejos y destartalados. Allí me enteré que había repetido primer año en otra escuela, que tenía dos hermanos, uno más grande que trabajaba en una obra en construcción y otro más chico que iba a quinto grado en la escuela de la villa.
Su madre era empleada doméstica, poco la veía durante el día, porque él a la mañana trabajaba en un taller de confección de remeras, en el Once. Después se venia directo a la escuela, a veces con un pedazo de pan en el bolsillo y esperaba con ansias la bolsa de la merienda que engullía de un tirón en el primer recreo mientras recorría la escuela de punta a punta con los amigotes de tercero que iban huyendo de las chicas, festejando bromas y repitiendo groserías.
Los pasillos reflejaban la realidad circundante, con todos sus filos, imperfecciones e injusticias. Uno podía pararse a contemplar el recreo y tendría allí un panorama acertado, casi trasparente de lo que acontecía más allá de esas galerías heladas donde el invierno, que suele ser más largo que el verano, se cuela por las puertas sin cerraduras y ventanas sin vidrios.
Se podía ver de todo. Desde un alumno manoseando a una chica, una pareja entreverando sus lenguas detrás de los armarios, delantales cortos y estrechos simulando casacas de moda, partidas de truco junto al mástil de la bandera, otros se escabullían en los baños llevando y trayendo paquetitos que dejaban en los bordes imperceptibles de los respiraderos, la cumbia caliente y desprejuiciada brotaba de las aulas donde las chicas bailaban contorneándose como víboras sedientas.
A pesar del hambre, del frío, del taller de remeras en el Once, Federico logró llegar a cuarto manteniendo la cordura, aparentemente convencido que terminar el secundario era un destino impostergable, una meta que, sin duda, le permitía soñar con un cambio hacia delante, con un antes y un después.
Desde tercer año y por votación popular, desempeñaba el rol de delegado del curso y por ende era el encargado de llevar los libros al curso para luego devolverlos sanos y salvos a la biblioteca. Casi siempre venía en compañía de Ariel, su amigo inseparable, vago de siete suelas, bonachón por donde se lo mirara; aprovechaba la ocasión para zafar de las clases y como el lobo de Caperucita tomar un atajo para distraer la monotonía de la tarde.
Ese año profesores y alumnos se dieron cuenta que existía una biblioteca y poco a poco fue tomando una relevancia que la convertía en un espacio insustituible. Apenas llegaba, todavía no había acomodado mis pertenencias ni me había puesto el guardapolvo que usaba indefectiblemente, era presa de innumerables requerimientos y demandas a las cuales no hubiera podido acceder sin la colaboración de mis dos ayudantes, Federico y Ariel, que me socorrían al momento de atender a la multitud que se agolpaba contra el escritorio.
Los viernes eran un verdadero desquicio. Era el día de los préstamos domiciliarios, así que los más responsables y los que pensaban que iban a estudiar el fin de semana se llevaban libros de una o varias materias, había que anotarlos en un cuaderno, consignar el título, autor, número de inventario y finalmente firmar, tarea que a los alumnos les encantaba, estampar su firma en aquel libro era lo máximo, era un instante de gloria, único e irrepetible.
Hasta el momento no había mencionado al padre pero un día que había faltado la de física y tenía dos módulos libres Federico vino a interrumpir un instante de tranquilidad en que me disponía a completar el fichero.
-Capaz que esta tarde me voy a la casa de mi papá –me dijo largando su felicidad hacia adelante.
Aparté el fichero y como quien no quiere la cosa saqué la cinta de papel y me puse arreglar unos libros.
-Qué bien -respondí algo desorientada.
-Lástima que vive un poco lejos –continuó-, por Lomas, después de la estación tengo que tomar otro colectivo.
-¿Vas seguido? –dije tratando de encontrar un comentario aceptable que no interrumpiera el diálogo
-Hace mucho que no voy, hace como seis meses que no lo veo.
Ese mismo año me enteré que ya no vivía con su madre que se había mudado junto a su hijo menor a la casilla de un paraguayo que trabajaba en la línea cincuenta y tres. Desde entonces la veía poco, casi nada. Era más el tiempo que pasaba en la casa de Ariel, su amigo de todo el secundario o casi todo, desde segundo que estaban juntos y desde tercero que se sentaban en el mismo banco.
La escuela, en verdad, era una excusa para ambos, una excusa para seguir siendo chicos sin demasiadas responsabilidades. La escuela era ese lugar donde aún se podían depositar algunos sueños escondidos o inalcanzables, pasar las horas sin cuentas que rendir, tener una carpeta para trajinar al descuido, pero carpeta al fin, con apuntes tomados al azar, renglones vacíos, absurdos, inentendibles.
Con una alegría que a veces me sorprendía hacían su aparición buscando los libros que solicitaba la profesora. Se sabían de memoria la ubicación de los mismos, así que bastaba tan solo pasar la línea divisoria que formaban los mesones, desfigurados por las inscripciones que herían la madera y abordar el sector de los armarios donde ellos mismos seleccionaban lo que debían llevar.
Depositaba en ellos toda mi confianza, prácticamente ni les anotaba los pedidos, sabía de antemano que cuidarían cada uno de los libros que llevaban y me los devolverían intactos una vez finalizada la hora de clase. Ellos me ayudaban cuando había que cargar cajas con material recién llegado, siempre estaban dispuestos al momento de separar y clasificar libros. ¿Tiene algo para hacer, profe? -me decían- y con gusto me daban esa mano que nunca nadie ni siquiera pensó que podía necesitar.
A mí me hacía feliz aquella amistad, en alguna medida hasta me daba cierta tranquilidad. Ariel era más seguro y desbocado. Deambulaba por los pasillos, ciñendo la carpeta bajo el brazo y las manos en los bolsillos. Era amigo de todo el mundo, no por metido sino por bondadoso y Federico apoyaba en él sus recorridos alardeando con una libertad desmesurada sus idas y vueltas por las inhóspitas galerías.
Siempre estaban dispuestos, siempre apurados, siempre tenían algo que hacer, que comentar, un motivo para reír, para quejarse, aunque el estudio era lo último que les importaba, sobre todo a Ariel que no se sacaba los walkman de encima, aún en las clases de física, el bullicio de la cumbia partía de sus auriculares hacia unos tres o cuatro metros a la redonda.
Al transitar cuarto, sus visitas a la biblioteca se hicieron cada vez más espaciadas. Algunas veces los veía pasar, de refilón, por la galería que separa el patio de las aulas, riendo en voz baja, murmurando quién sabe qué cosas, ocultándose detrás de las gruesas columnas o en el hueco de la escalera. Los sorprendía en actitudes desconocidas, como la de demorarse en el baño más de la cuenta o vagar por los pasillos lo que provocaba la sospecha de los preceptores que merodeaban el sector.
Sin embargo, había algo por lo cual regresaba una y otra vez como en busca de sustento, como una forma de esperanza, de proyectar sueños hasta ahora permitidos: la Guía del Estudiante.
Recuerdo ese ejemplar de tapas negras, donación de una profesora de contabilidad, guardado como un verdadero tesoro en el armario “A”, tercer estante. Nadie podía ni siquiera imaginar retirarlo de la biblioteca, ni que pensar llevarlo al curso donde podía extraviarse con facilidad y menos aún retirarlo de la escuela con peligro de no ser visto nunca más.
Aprovechaba cada hueco disponible para consultar el libraco que él mismo tomaba del armario y se zambullía en una búsqueda desalineada y veloz que parecía no terminar de conformarlo. Ariel, sin poder dominar la ansiedad y el aburrimiento que le causaba la espera, sabía respetar los sueños de Federico, sabía que el momento de hojear la Guía era sagrado para su amigo, era una ceremonia donde él no tenía cabida, uno de los pocos momentos donde ambos se bifurcaban sin mayores comentarios.
Así, mientras Ariel aprovechaba para vagar cuanto pudiera Federico se tomaba un permiso para hilvanar alguna que otra esperanza y hacer planes: entrar al CBC, prepararse para matemática, tenía un primo que le podría dar una mano, tal vez llegaría a ser contador, abogado, Administrador de Empresa, Relaciones del Trabajo, esa estaba bastante buena, y repasaba la lista de materias que incluía la cursada.
Hasta que un día pasó lo que tenía que pasar, Federico me miró fijo y lanzó la pregunta: ¿Me puedo llevar la guía del estudiante a mi casa? El lunes se la traigo sin falta –se apresuró a decir antes que le contestara.
Durante el último año prácticamente los perdí de vista. Los de quinto no bajaban a buscar libros y ya no se interesaban por ser delegados de la biblioteca. Salvo una que otra vez se atrincheraban contra mi escritorio para ganar uno de los dos libros de geografía que quedaban para calcar un mapa o sacar información sobre el Mercosur.
Una tarde los crucé en el descanso de la escalera, y casi sin detenerse me mostraron los distintivos y la remera con la inscripción “egresados 2002”. Repentinamente me sentí postergada, más vieja, los últimos escalones los subí despacio, leyendo a mis espaldas el fulgor de sus risas y las voces inundando con estampidos de libertad el tiempo que les quedaba para ser chicos, estudiantes de escuela secundaria.
A fines de noviembre fue la entrega de diplomas. El hall de entrada contenía a los padres de los alumnos y alumnas que iban llegando y subiendo lentamente la escalera hacia la galería del fondo donde se llevaría a cabo la ceremonia. Las sillas se habían ubicado a los costados dejando en el medio un pasillo por donde harían su entrada los futuros egresados. Bordeaba el mismo una hilera de guirnaldas de papel crepé hasta el fondo donde se levantaba la tarima con telón bordó y unas letras doradas con la misma inscripción de las remeras.
A un costado, los de cuarto manejan el equipo de sonido, prueban las voces, desechan los acoples. Los padres van ocupando las sillas, hay familias numerosas, abuelos, primos, hermanos, hijos. Un instante prolongado de emoción se extiende con la música y la fila de egresados hace su aparición mientras los aplausos irrumpen calurosos, lágrimas y llanto incontenible, aplausos, voces emocionadas que se aplacan paulatinamente a medida que los alumnos cubren la parte central del salón junto al escenario.
El padre de Ariel, saco marrón, camisa celeste sube al escenario y aunque su hijo debe varias materias le entrega el diploma en propias manos, lo abraza, por primera vez veo su mirada expectante, el gesto tambalearse, una sonrisa apenas dibujada, las manos firmes toman las de su padre mientras los compañeros vivan su nombre efusivamente.
Después le toca el turno a Federico. El profesor de Contabilidad le entrega el diploma y los aplausos son fuertes y sostenidos. Federico dirige una mirada cómplice a sus compañeros y me animo a decir que me mira, que me ha descubierto al final del salón y me mira para decirme que va a venir a consultar la Guía del Estudiante y yo le digo con la mirada que venga cuando quiera, que no me molesta que me pidan los libros y menos si es una guía con las carreras universitarias, que todo está bien, que la escuela siempre los va a recordar y que ellos también recordarán la escuela.
Pero mi mente se queda confusa cuando entra a la biblioteca y de entrada no lo reconozco porque tiene el pelo corto y lleva un pantalón azul con un par de rayas amarillas a la altura de la botamanga y una casaca verde con la inscripción Manliba.
-Hola profe, ¿se acuerda de mí? –dice mientras se saca la gorra y se acerca hacia el escritorio.
Siento que ese instante dura una eternidad, no sé si darle la mano o me dará un beso, no termino de decidirme, es algo tarde, ha inclinado medio cuerpo sobre el escritorio y me ofrece su mejilla irregular, pinchuda y olorosa y me habla de corrido:
-¿Qué tal profesora? aquí estamos de visita.
Me quedo mirando el infinito, no sé que hacer, cómo pararme, trato de mantener el equilibrio. Puedo ver los sueños de miles de federicos atrapados en la vitrina “A”, estante 3.
-¿Cómo anda todo? – intento preguntar mientras me doy tiempo para recomponer imágenes y estacionarme en la realidad.
-Aquí estamos, trabajando.
-Qué bien, ¿y tu familia?
-Mi mamá se volvió a Tucumán con mi hermanito. ¿Se enteró lo de Ariel profe? –me dice y no me atrevo a seguir escuchando-. Ya va a ser un año, a ver, si, casi un año.
Una vez más pierdo el equilibrio, un instante en el que no puedo soportar mi propio peso, se me han movido de lugar las cosas, incluso Federico se ha descompuesto en dos imágenes borrosas.
Trabajaba en una pizzería como repartidor –intenta explicar y ahora su mirada persigue la configuración de las baldosas-. Estacionó la moto y vino un tipo y le metió una cuchillada en el estómago.
La figura de Federico se ha vuelto borrosa, ahora, de pies a cabeza. Una inclinación desmesurada parte el aula en dos mitades como si hubiera un horizonte y más abajo un foso lleno de inmundicias. Sin recobrar fuerzas sostengo el peso de mi cuerpo contra el mesón, me lastimo los dedos y la palma de la mano se aferra a la superficie para no desfallecer.
Vuelvo al armario “A”. Quisiera estrellar la mano contra la vitrina y hacer añicos lo que guarda tan prolijamente y me quedo mirando un punto, un punto inexistente sin ubicación en el espacio. Siento el alma despellejarse, un dolor en el pecho que no se parece a nada me paraliza y tengo miedo de no poder salir de esa situación, debo retomar la conversación.
Exhausta, loca, como carente de sentidos permanezco en esa posición mientras la imagen de cientos de pibes y pibas se entremezclan: mochilas sucias con inscripciones en rojo y negro, carpetas manchadas, libros despedazados, pelos mojados en la canilla del patio, en pleno invierno chorreando agua, agua fría deslizándose por el cuello, por la cara, gotas frías que se van por la puerta montadas en una bicicleta robada, cuerpos impregnados con los olores turbios de las piezas donde duermen ocho sobre tres colchones descascarados, la naranja explotada y pisada en la mitad del pasillo, peleas en la esquina hasta romperse la cara, putas adolescentes con el guardapolvo enrollado y el cigarrillo en la boca antes de llegar a la parada, orejas, narices y párpados perforados.
Puedo ver a Romina de cuarto “C” con su pollera de picos irregulares y sus collares enrollados que le llegan hasta el ombligo. Alcanzo a percibir el sufrimiento de Fermina, de segundo tercera, viene de ver a su hermano alojado en Ezeiza desde hace unos meses. Veo el rostro de José Chauque despidiéndose con lágrimas en los ojos y las manos nerviosas, tenía la esperanza de jugar en Boca, pero su madre lo llevó nuevamente a Jujuy porque aquí la pobreza era imposible de sostener y José no estudiaba.
Todo eso pasa por mi mente en el segundo que Federico se despide y traspasa la puerta mientras se acomoda la gorra y con un “chau profe, nos vemos” me deja en estado de sitio el resto de la tarde. Permanezco unos minutos en la misma posición, una mano levantada ensayando un saludo, la sonrisa a medias, las rodillas intentando sostener el espasmo.
De pronto escucho el picaporte y algo o alguien me sobresalta. No esperaba el día de hoy más visitantes ni dolores que agregar, pero apenas son las cinco de la tarde y falta como media hora para que toque el timbre.
-Permiso profe.
-Pasá, pasá, -le digo mientras busco desesperadamente un pañuelo que se ha corrido de lugar-. Se me hizo un poco tarde para guardar los libros.
-¿Quiere que le ayude? –dice Romina – y se sienta despatarrada exhibiendo su aburrimiento.
-¿Estás en clase?
-No, tuvimos la primera hora con Pagani y después dos módulos libres, ahora en la séptima tenemos lengua ¡qué garrón!
-¿No les pudieron adelantar la hora?
-No sé, no se podía –dice mientras recorre el salón y curiosea el interior de los armarios-. Uy profe, ¡tienen la Guía del Estudiante! ¡qué bueno! ¿Me la puedo llevar a mi casa?, mañana se la traigo sin falta.
Son las seis menos veinte. Cruzo el Parque Lezama y todo vuelve a estar nublado. No sé si es el aire, si es la tarde o si son mis ojos. Nunca lo sabré.
de "Cuentos Educativos" (relatos)
7 comentarios
Hernan · 11 junio, 2021 a las 7:41 pm
Q lindo ma!
Graciela · 16 junio, 2021 a las 3:56 pm
Gracias Hernán!!!
Bibiana · 13 junio, 2021 a las 6:21 pm
. Una Historia de vida tremenda y bellamente narrada
Graciela · 16 junio, 2021 a las 4:05 pm
Gracias Bibi por el acompañamiento y tus palabras.
Sergio · 1 julio, 2021 a las 1:25 am
Hermoso relato. El cómo llegué a esta página es difícil de explicar, pero bendito el momento en el que llegué. Excelente. Felicidades.
Graciela · 5 julio, 2021 a las 4:47 pm
Gracias Sergio!! Un abrazo
José Luis Rivero · 17 noviembre, 2024 a las 5:02 pm
Hola Graciela, hace tiempo que descubri tu pagina y siempre vuelvo a ella. Sera que por vivir en Jujuy, y cada vez que escucho guanuqueando siento nostalgia y curiosidad por saber algo más de Ricardo. Hoy al leer este relato me conmueve la forma con que describes la escuela sin apartar los ojos de Federico en ese contexto que lamentablemente se repeti hoy. Te mando un cariño inmenso y sigue escribiendo.